Sobre la escritura en los cuadernos de Mario Ortiz

Los dos televisores, los conectores temporales y la rosa de los vientos

La escritura de Mario Ortiz (Bahía Blanca, Argentina, 1965) en los Cuadernos de Lengua y Literatura funciona como una máquina significadora, una suerte de procedimiento de semiosis literaria, filosófica, artística y lingüística permanente.

Me voy a centrar en el volumen VIII, Conectores temporales (Buenos Aires, Eterna cadencia, 2014), principalmente, y en el Volumen XI, Tratado de iconogénesis (Buenos Aires, Leteo, 2021), pero voy a pivotear entres otros volúmenes de los cuadernos. Específicamente para el volumen XI, ver también: https://www.juanlopeztextos.com.ar/2021/04/25/sobre-tratado-de-iconogenesis-de-mario-ortiz/

Todos los cuadernos comparten procedimientos, que se van a diferenciar volumen a volumen pero también a integrar, intertextualizándose entre ellos, valga el énfasis. Hay una voluntad clásica, si se quiere, una búsqueda de armonía, un dejarse llevar y retomar el hilo de un discurso que no se plantea como apuntado a un fin pero tampoco renuncia a marcar caminos, es decir, aunque sean nuevos, inéditos, originales incluso, no dejan de ser caminos, y eso, pienso, es muy bueno. Se plantean entonces multiplicidad de rumbos, con escalas, paradas, oasis semánticos, descansos o pausas para luego retomar fuerzas y seguir horadando y produciendo sentidos. Sentidos como significados y sentidos como direcciones, puntos de fuga y puntos de afirmación o condensación.

Esta escritura opera por vasos comunicantes, como un rizoma podría decirse presumiendo deleuzismo, por acumulación y desarrollo. Extensión, contracción y síntesis. Acumulación por analogía, donde el orden paradigmático digresiona y cohesiona a la vez el sintagmático. Pero esto ocurre con todo texto. Recordemos: el orden paradigmático es vertical, supone la relación entre conceptos, categorías, ideas, palabras, textos más complejos, en tanto virtuales, es el orden de la elección, en su posibilidad en entrar, aterrizar, amarizar, en el sintagma. Si elegimos decir elegir en vez de optar, o sombra en lugar de penumbra, está funcionando ahí el orden paradigmático. Si aparece, por ejemplo, una alusión a autor, digamos Maeterlinck, también viene cayendo o subiendo del orden paradigmático. El orden sintagmático es el de las palabras en su temporalidad, del texto en su despliegue, en todo texto, todo verso, en esta frase, la relación entre la palabra esta y la palabra frase y las demás palabras de esta frase y de todas las frases anteriores y posteriores. Y se tocan vertical y horizontalmente palabras, textos, imágenes, nombres, tradiciones. Porque paradigma y sintagma son herramientas de análisis que funcionan exclusivamente para separar, analizar. Imaginemos una cascada, o varias cascadas, que al final de su recorrido forman una laguna, o lluvia que se transforma en charquito, o los famosos ríos que van a dar a la mar que es el morir. La cascada, la lluvia, los ríos son los sentidos, las palabras, las imágenes, los recuerdos. La laguna, el charquito, el mar, son el texto elaborado, reunido, el destino, lo que resulta de todo aquello.

Pero veamos cómo funciona esto en la escritura de los cuadernos de Mario Ortiz. El discurso avanza o discurre, o fluye, pero no en el sentido de progreso hacia un fin que cerraría un argumento, un mar que albergara todos los sentidos, sino más bien un mar que los disolviera. Más bien el texto avanza hacia, en algunos casos, su disolución, incluida la voz que lo origina, la fuente. No lo digo yo, lo dice Ortiz. Cito: «El texto nos preparó para el salto final/ ahí donde terminan las ideas/ donde solo hay un mecerse de pétalos y brillos/ donde solo /el viento/ entre los pastos/ sin agitación/ sin tiempo/ hable/ y pronuncie/ la última palabra/ al fin/ la extinción del yo».

Disolución de qué, cabe preguntarse. Entre otras cosas, disolución de ciertos límites textuales, búsqueda de la frontera entre las palabras y las cosas, aunque «cosas» sea otra palabra y, como escribió Octavio Paz, las redes de pescar palabras están hechas de palabras. Y ahí precisamente apunta la escritura de los Cuadernos de Ortiz. Una escritura que, más que decir, hace, actualizando aquel primer significado de la palabra poesía, de poiesis, hacer. Lo que hace Ortiz es jugar y tensar constantemente y poner a prueba el funcionamiento de lo que convencionalmente llamamos géneros o registros. En principio, se tiene la impresión de que se trata de ensayos, pero estos son unos ensayos que se parecen en cuanto al estilo a actas forenses, por la precisión a veces obsesiva, por el valor que otorga a y asumen las descripciones. Entonces, son ensayos donde la descripción asume un primer rol, pero a esta forma textual se sumará la narración, en general tensando el presente con el pasado, lo que saca a relucir el problema de la identidad, por un lado, y de la esencia o sustancia por otro. Cuando estos materiales parecen agotarse o cumplir su primera función de apertura del texto, va surgiendo, formalmente digo, la disposición convencionalmente llamada «poética», la escritura en verso. Si bien el escritor va a cuestionar desde un principio en sus cuadernos las esencias genéricas literarias: que la prosa sea prosa porque se escribe todo seguido, que la poesía sea puro verso, etcéteras… va a reconocer, al partir las frases y disponerlas con frases en el espacio, con blancos arriba y abajo, a la derecha e izquierda, va a reconocer, digo, la utilidad del verso para sugerir, como si el verso fuera una derivación de la prosa, un desprendimiento, unas rocas pequeñas o no tan pequeñas que se desprenden de la roca madre, y vienen a diseminar la solidez de la prosa.

El texto avanza o deriva de prosa a verso, y regresa a prosa y vuelve a derivar a verso. Como buen argumentador, buen sofista y pedagogo, nos atrae con recurrentes etimologismos. Aparece una palabra y Ortiz, profesor, explicador didáctico pero no facilista, a partir de un supuesto o no supuesto significado «verdadero» u original de un término, lo hará estallar, lo abrirá para que dañe, afecte, cuestiona al conjunto previsible. El lingüista y semiólogo Julius Greimas sostiene que el sentido de un término radica precisamente en su capacidad o posibilidad de cambier de sentido, de convocar otros significados, conceptos, imágenes, visiones. Así traduciría esta tesis Ortiz, pero convocando en un momento a Rancière. Cito:

«La poesía es entonces ese espacio de errancia, de encuentros y desvíos, de lectura arqueológica y también de exploración de significaciones inéditas».

Y reescribe en otro lugar:

«La poesía es ese espacio de errancia que pone en crisis las jerarquías de lenguajes y las fronteras de los géneros. O mejor aún: no es un lenguaje particular –continúa Rancière– sino una nueva manera de ligar lo decible y lo visible, las palabras y las cosas.

«¿Realismo? ¿Idealismo? ¿Lo real determina nuestro lenguaje? ¿Nuestro lenguaje determina lo pensable y lo que entendemos por real?».

Entiendo que así opera la prosa de Ortiz en los Cuadernos. En Conectores temporales, nos anuncia entonces que el planteo va a venir esta vez por el lado del tiempo, si bien todos los cuadernos están permeados o basan su propósito en el recuerdo y la recuperación y la trascendencia del pasado, a partir de un pie en el presente. En la introducción justificará recaer en procedimientos y tópicos ya usados: «Tuve muchísimas dudas mientras daba forma a este nuevo cuaderno; incluso consideré la posibilidad de no comenzarlo frente al temor de que me acusen de reiterativo, de repetir imágenes, procedimientos y tópicos ya utilizados en cuadernos anteriores porque el disparador de la escritura es, de nuevo, un objeto en desuso que encontré arrojado en una esquina».

En este volumen retoma el diálogo con su profesora y postula que intentará cerrar el ciclo que comenzó en el volumen V. Para justificar este regreso, dice, cito: «Vuelvo, profe, porque es necesario que me vaya definitivamente. Sólo un acto de insistencia puede enfrentar al Ángel de la Melancolía. Volver a sí mismo para ser otro. Reescribir hasta que el texto se abra a lo inaudito».

De inmediato, aparece Narciso, el personaje mitológico, fuente semántica de miles de interpretaciones a lo largo de miles de años. El orden paradigmático viene a motorizar, a empujar la retórica de este cuaderno. El escritor que intenta entender su escritura en tanto reflejo inasible pero reflejo al fin. El escritor que necesita recuperar a su padre para entender de qué va su hoy. Señala su cumpleaños 47, el 28 de diciembre de 2012. Tiempo real de la escritura. Tiempo absoluto lo llamará en otro momento del texto. Cito: «Viajé en el tiempo 47 años a una velocidad de 60 segundo por minuto, y arribo a este preciso momento en que termino de trazar la palabra “fin” y acaba de nacer la palabra “nacimiento”, pequeña y fresca como un yuyito de flores amarillas».

Avanzo. La excusa principal del volumen es traer a la mesa, al papel, «a don Alfredo Ortiz, mi viejo», como dice la dedicatoria. Y traerse a sí mismo, en tanto Mario Ortiz, hijo de Alfredo, y escritor que escribiendo busca sin ponerse condicionamientos pero a la vez deteniéndose cada tanto en recuerdos puntuales de su padre en su infancia y luego más cerca del presente de la enunciación, en la juventud adultez del narrador y al vejez y cercano fallecimiento del padre. Dos líneas temporales de recuerdos estructuran la reconstrucción del pasado: la casa de la infancia, el living familiar, y esa misma casa años después, cuando el hijo ya no vive con el padre y lo va a visitar cada tanto, le paga la boleta del gas, le hace alguna que otra compra. Le pide el patio para juntarse con sus amigos.

La otra excusa o disparador de este volumen es el esqueleto de un televisor que encuentra el ciclista Mario Ortiz en su viaje rumbo a la biblioteca Rivadavia. Y señala el día y la hora exactas del hallazgo del televisor: martes 5 de diciembre de 2011, a las 10.40. Y, como una efeméride, explica: «día de San Nicolás de Bari y del cumpleaños de dos amigos míos».

La escritura avanza con menciones al Cuaderno V, que cita textualmente cuando recuerda la casa de la infancia.

De pronto aparecerá Flaubert, para reforzar la obsesión por una escritura precisa, la reflexión constante, la autoexigencia estética que opera, alcanzo a entender, como una suerte de olla a presión, que acumula energía para después soltarla toda junta. Y la escritura fluye.

El viejo Zenith evoca programas televisivos de la infancia, cuando funcionaba como un televisor, y aparece El Túnel del tiempo, que los que somos de esos años recordamos muy bien. Hay un viaje imaginario donde se comprueba que la puesta en escena del programa es eso literalmente, puesta en escena: cartón pintado con espirales que giran para simbolizar el paso del tiempo.

No voy a recorrer todo el volumen VIII, porque para eso está ahí, para leerlo y disfrutarlo, perderse en las listas de recuerdos, anécdotas, objetos que se rescatan para dejarlos ir de una vez. Está claro que para Mario Ortiz escribir es conjurar y hacer confluir tiempos y espacios, con la complicidad en este volumen de los conectores temporales a los que aludirá didácticamente para seguir justificando la elección de cuadernos de lengua y literatura que eligió para designar su trabajo literario central. La categoría «cuadernos» se desmarca de la clasificación tradicional de los géneros literarios y abre el discurso a todo lo que puede ser escrito, registrado, palabras, imágenes… en general memoria, lo que quepa en un cuaderno.

Para comprender de modo más amplio el Cuaderno XI, Tratado de iconogénesis, será importante leer antes, o después, el Volumen VIII.

De todos modos, hay un movimiento que quiero llamar retórico, que el autor utiliza muy bien para hacernos entrar en la trama, su trama, pero con la intención de trasponer la gran trama, la matrix si se quiere, la corriente verbal hegemónica en la que estamos inmersos y de la que o no nos damos cuenta o no queremos ni siquiera intentar salir. El contraste es uno de los recursos que utilizará para comenzar a decirnos que todo puede ser literatura o escritura. Pequeñas oposiciones, anticlimas para romper cierta inercia a la solemnidad o al mensaje puro y duro que suele ser el río sin orillas del statu quo literario. Me refiero por primeros contrastes a unos cierres de apartados o pequeños capítulos donde aparecen el humor y la ironía, que luego dejarán lugar a un tono más grave o simplemente lírico, cuando la búsqueda literaria y vital ya no permita ni chistes ni anécdotas livianas. Y se proponga lisa y llanamente como intento por romper, repito, la tensión del planteo.

Cito algunos ejemplos de estos momentos que podemos llamar anticlimáticos. Después de avanzar en una exposición sobre el cuento de hadas El pájaro azul de Maeterlinck, escribe. Cito: «Se acercaba el momento en que debería degollar un tetra de tinto bien frío. El último viaje de aquella mañana sería hacia la heladera». O este otro, donde una conducta del padre parece permear la afición del hijo escritor por la ironía. Cito: «Anoche comí algo liviano, solía decirme. Pan con medio paquete de manteca». Estos anclajes en lo cotidiano, en lo coyuntural o contingente, son otra forma de contraste entre las búsquedas que menciona como metafísicas y los hallazgos inmediatos, de la vida más cercana a la página y tiempo y espacio. Lo inmediato como pozo surgente que salpica, que llega más lejos, que trasciende la memoria.

Del Tratado de iconogénesis, cito otro pasaje irónico: «Sería óptimo que la ciudad entera se detenga y entre en una suerte de letargo, al menos durante el tiempo que demanden las observaciones. Como no tenemos influencias políticas para lograrlo, debe escogerse un momento social y atmosférico que de por sí se acerque lo más cercano posible al ideal».

Además, aparecerán asiduamente en los cuadernos las listas heteróclitas, que nos remiten al idioma analítico de John Wilkins. En ese cuento consigna Borges: «Las palabras del idioma analítico de John Wilkins no son torpes símbolos arbitrarios; cada una de las letras que la integran es significativa, como lo fueron la Sagrada Escritura para los cabalistas. Mauthner observa que los niños podrían aprender ese idioma sin saber que es artificioso; después en el colegio, descubrirían que es también una clave universal y una enciclopedia secreta».          

Otro recurso o procedimiento que aparece en la prosa de los cuadernos en la mirada con lupa, el detallismo, el detenerse por ejemplo en la trama de la madera del escritorio donde escribía y estudiaba. Y surge de nuevo el etimologismo al indicar que madera proviene de materia. Y observa la madera e imagina el tallo fresco que fue, conectando de nuevo el presente con el pasado. Acerca su mirada a la trama del escritorio y se pregunta cómo es posible, si será posible, desarmar esa trama, o igual, cómo hizo esa trama para llegar a ser lo que es. No es otra forma que la constante pregunta por la materialidad, no solamente de las cosas sino también y sobre todo del lenguaje. Cómo romper simbólicamente esta madera para que hable de su pasado y entender algo desde el presente.

Inventa, por necesidad de ver más allá del más acá, un microscopio mental, que, limitadas las capacidades, sirve para imaginar las microestructuras de la materia, como cuando se acerca al monumento al mapa de la Argentina, en el volumen 10. El microscopio mental, en su esfuerzo por ver lo cada vez más pequeño, llega al átomo de silicio.

Es entonces constante el trabajo de ligazón temporal y espacial, que juega de manera inteligente pero no excesivamente erudita, sensible pero no cursi. Busca y rebusca, escarba las palabras, los recuerdos, para sacarles su máxima o nueva expresión. Los hace hablar para poder decirse él mismo y apunta a una poética y filosófica extinción del yo.

En este camino de salirse de sí mismo, se pone entre paréntesis y opera como vocero de la escritura de su padre, a partir de un texto que encuentra en un cuadernillo escrito por don Alfredo, titulado Sabiduría. Luego de citarlo textualmente, señala Mario, el hijo, que encuentra en las palabras del otro, de otro, su padre, la salida del encierro creativo, Narciso que sabe que escribir supone un otro, que el reflejo no puede ser la confirmación de la propia imagen sino la posibilidad de salir de sí mismo. Cito: «Veo y toco y huelo todo lo que no pude encontrar en el fracaso de mi propia escritura ensimismada».

Y para confirmar que en este Cuaderno VIII la interrogación por el tiempo es por el tiempo propio, cierta madurez, 47 años, de alguien que hace años que no se considera joven, es decir, alguien que tiene pasado, propondrá un relato cuyo protagonista da un salto en el tiempo, retrocede 30 años, y deberá esperar 30 años para volver a verse, para encontrarse, y hacerse reaccionar a sí mismo y romper la trama para un posible reencuentro, inaudito, palabra que usa en otro contexto el escritor. Un juego doble entre Mario Ortiz que quiere recuperar, conocer quién fue, primero a partir del recuerdo de su padre, y ahora, en este relato que el mismo escritor comenzó a escribir hace treinta años y que tiene como protagonista a Roberto, y que despliega en pocas páginas un conflicto espaciotemporal a la manera, como él mismo lo señala, de la película Volver al futuro. Más que a Volver al futuro, hablando de películas, lo que este relato que ocupa todo el apartado cuatro, tiene absoluta conexión también con lo que postula la película Interestelar, de Nolan. Dos personajes, un hombre y su hija, que se separan en el tiempo a partir de la separación en el espacio y que quedan confinados en dimensiones distintas, que intentan tocarse pero no lo logran. Un símil, entiendo, del intento del escritor por romper los límites de la corriente espaciotemporal en la que está inmerso, y donde lo poético será la llave para abrir y comunicar pasado y presente, palabras y cosas, para desarmar esa red de pescar palabras hecha de palabras.

Mismo mecanismo utiliza en el tratado de iconogénesis: intentar capturar un momento absoluto o una secuencia temporal determinada en la plaza de la rosa de los vientos con partes hechas de mampostería, y a partir de ella resignificar la historia, el pasado del lugar, y de toda la ciudad. Cito, sobre la rosa de los vientos de la plaza Rivadavia, que junto con el televisor Sharp va a centrar y estructurar el tratado: la rosa de los vientos, cito, «… sin dudas, es un objeto iconogenético en altísimo grado y por eso tomar la bicicleta verde y pedalear desde Villa Mitre hasta el centro de la ciudad puede ser, literalmente, la peregrinación hacia el centro de una rosa».

Hay intentos numerosos y notorios en la literatura por romper lo establecido, por desgarrar y reescribir la trama. Por ejemplo, el relato Wakefield, de Hawthorne. Un buen o mal día, el personaje decide dejar su casa familiar y se va a vivir muy cerca. Y pasan veinte años y lo que sigue no lo voy a contar. Sería aquí una separación en el tiempo a partir del espacio. O el otro gran ejemplo de ruptura de la naturalidad y de la racionalidad: La metamorfosis de Kafka. Un día, ya no somos lo que veníamos siendo o, peor, nos convertimos en aquello que, si no hacíamos nada, nos teníamos inevitablemente que convertir.

Vuelvo al principio, lo poético no entendido como un género literario estabilizado y predefinido, sino como una función de la que es capaz todo texto: tensar la dimensión aceptada hasta intentar romper ese límite en el que nos movemos, la red de palabras, de valores, de convenciones. La corriente que debemos contrarrestar si es que queremos modificar en algo lo dado.

Podría decirse que esta concepción de lo poético surge de un cruce entre la postulación de las funciones del lenguaje de la Escuela o Círculo Lingüístico de Praga, que va a clasificar las posibilidades del lenguaje en funciones informativa o referencias, emotiva, metalingüística, fática, poética, etcétera, desprendidas del tradicional esquema de la comunicación y que luego la pragmática y la teoría de la enunciación cuestionarán, superarán o enriquecerán… el cruce, digo, de esta clasificación tradicional y la teoría del poder de Gramsci, produciría unas funciones que pueden ya no verse como conviviendo en el cuadro sino disputando una hegemonía. Entonces, será poesía aquello que dispute el poder a la función informativa, referencial o a la persuasiva de la publicidad, será poesía todo aquello que funcione intentando romper la normalización o naturalización de las funciones más extendidas del lenguaje, que modelan el mundo y lo acotan. Ocurre, más bien, que no existen ni la información pura, ni la poesía pura o pura poesía, ni nada puro. Ciertas purezas no existen más que como pretensiones o rótulos cuando, para tranquilizarnos, las pegamos a las cosas. Nada más desconcertante que un envase sin rótulo, que un camino, un monumento, un accidente geográfico sin nombre. Ahí aparece la mirada de Ortiz para aportar su proceso de interpretación, semiosis y reinterpretación.

En esta concepción amplia del arte y de lo poético, la poesía y el arte no se dan solamente con palabras ni con productos convencionalmente artísticos, porque, como ya señalamos al principio, para esta escritura, decir es más bien hacer. Hace poesía o hace arte no solamente quien escribe o pinta o esculpe. Hace poesía, en cualquier ámbito, no solamente el artístico-literario, quien intenta perforar los condicionamientos, quien no resigna su vida y se cruza de brazos y se deja llevar y modelar y desaparece bajo el discurso previsible o dominante.

Los cuadernos suelen terminar con una voz que suelta el propio lenguaje, como delegándolo o delegándolo en los lectores. Cito finalmente: «El texto ya no vuelve sobre sí mismo porque al fin atravesó su propio reflejo. Está por dar el último salto. Despojarse, aceptar la destrucción, perder todas y cada una de las cosas, de los órganos, de los seres que amamos hasta quedarse desnudo, o menos que desnudo, menos que nada».

Volvamos al principio. Nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar, que es el morir… Las palabras, los textos, las personas, somos los ríos, que vamos a dar a la muerte, para quienes no creemos más que en la muerte, o a la eternidad, para los que pueden imaginar semejante cosa. La eternidad o la muerte podrían ser ese mar, una frase infinita, un texto interminable sin mayúscula inicial ni punto final, sin tiempo ni espacio, inhabitable, o solamente habitable por la imaginación.

Cito finalmente otra vez a Ortiz: «A fines del año pasado, descubrí que los empleados municipales habían sembrado unas plantitas en cada cuadrante. En diciembre se abrieron flores azules. Se llaman “agapanto”, que en griego significa “flor del amor”.

«Flores adentro de una rosa; flor dentro de otra flor, pétalos de pétalos que cobijan un núcleo de amor ahí donde nacen todas las direcciones del espacio y el tiempo».

J. L., Mendoza, otoño de 2019-primavera de 2021.


Mario Ortiz nació en Bahía Blanca, Argentina, en 1965. «Docente e investigador, su obra –inclasificable y de una audacia estilística elocuente–, lleva por título general Cuadernos de Lengua y Literatura, y cuenta hasta el presente once volúmenes. Son I (2000); II (2001); III. Yo Luis Carapella (2003); IV. El libro de las formas que se hunden (2010); V. Al pie de la letra (2010); VI. Crítica de la imaginación pura; VII. Tratado de fitolingüística (2013); VIII. Conectores temporales (2014); IX. Ejercicios de lectoescritura (2014); X. (2017) y XI. Tratado de iconogénesis. Existe además un volumen III½. La canción del poeta atrasado». (Fuente: Tratado de iconogénesis. Cuadernos de Lengua y Literatura Volumen XI. Buenos Aires, Leteo, 2021).